domingo, 17 de enero de 2016

Otro día más.

Amanecía en la casa de verano. Los rayos del sol se colaban por las ventanas del hogar, otorgándome un clima idóneo con el cual poder hacer infinidad de planes sin posibilidad de aplazamiento. En definitiva, parecía el comienzo de un buen día en el que sonreír sin dificultad.
Sin embargo, mi cerebro me decía que no me dejara engañar, que iba a suceder lo mismo que todos los días de este largo y tedioso mes de octubre. Otro día sola, sin nadie con quien charlar, con quien reír o soñar, con quien combatir contra los pesares interiores. Esos que nos destrozan el alma, que nos empujan hacia la desgracia más desoladora de todas. La pérdida constante de alegría. “Al menos si permanezco dentro de la cama me sentiré segura” me dije, mientras estiraba las sábanas todo lo que su frágil tela me lo permitía.
Llevaba así más de una semana, o quizá dos, pero qué más daba... Total... Sabía que si por mi sangre comenzasen a correr ganas de vivir, y me dispusiera a ello, la realidad me daría una coz en la cara, que a su vez me haría caer nuevamente sobre el césped de este maravilloso paraíso llamado “cama”. Un lugar en el cual con cerrar los ojos y darle rienda suelta a mi imaginación, podré ser todo lo que quiera, sin barreras que traspasar, ni cadenas que aflojar.
Libre, como el canto de alguien a quien ni hablar le dejan.
Como un hombre que no teme a la muerte.

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