sábado, 20 de febrero de 2016

De repente.

Entonces le vi y de repente todos los relojes se apagaron.
Mi corazón comenzó a latir de tal modo que creí que acabaría saliéndoseme del pecho.
No era amor a primera vista, eso solo ocurre en los cuentos de Disney, tan sólo se trataba de las ganas que tenía de besar sus carcajadas y de cogerle de las manos con las que, sin ser consciente, ya me había acariciado el alma.
Sentía que ya lo conocía, que mi persona ya había escudriñado con anterioridad su danzante cordura. Ya había vivido a su lado hacía varios años en una casita situada a las afueras de Atenas. Teníamos un perro color beis que con sus ladridos alteraba a los vecinos de la casa contigua. Lo malo es que tan solo sucedió durante diez minutos. Al desperezarme, al amanecer siguiente, la maravillosa escena se había esfumado. Los sueños que nos alegran la vida deberían ser eternos.
Juro que estos sentimientos que afloraron de mi interior al vislumbrarle, al igual que los recuerdos que acudieron a mi memoria sobre aquel sueño, no fueron a causa de las cinco cervezas que había ingerido aquella noche, ni tan poco de las ganas que tenía de descansar cobijada entre los brazos de alguien que me amase.
De todos modos, opino, al igual que lo haría el mundo entero si lo viera, que debería estar acostumbrado...
Cualquier ser desearía nadar en sus ojos azul océano. En ellos residía el reflejo de la eternidad, la historia más majestuosa jamás narrada y el sentido de mi vida.

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