martes, 29 de marzo de 2016

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Mi madre solía decirme que la vida era bella, que olía a alegría y sabía a libertad, que no éramos conscientes de la suerte que teníamos al poder respirar. Siempre alegaba que la hermosura se encontraba en todas partes, desde en una bonita flor hallada en el parque, hasta en el firmamento estrellado visto desde un lugar en el que la vida rural nos bese la frente.
Es posible que muchas otras gentes piensen del mismo modo, y que a otras tantas logró convencerlas. Pero conmigo resultó complicado. En primer lugar porque conozco de sobra a mi madre, y sé que aunque sea la mujer más desdichada del planeta y lo sepa, lo negará y dirá que es un mujer afortunada. Y esto es así porque el 70% de ella es felicidad con la que colorear los días de las personas que más ama, y el 30% restante una fuerza de voluntad abrumadora. En segundo y último lugar, porque como es lógico, cada uno juzga la vida según su propia experiencia. Yo tengo la mala suerte de no haber podido jamás vislumbrar el mundo con mis propios ojos. Es lo que ocurre cuando naces con ceguera hereditaria. Esto es lo único que dejó para mí la tía Caliandra en su testamento, ya que me repudiaba lo suficiente como para no cederme una ínfima porción de sus riquezas.
Siempre que lloraba a mares por lo inferior que me sentía al lado de los demás, tras reprocharme a mi misma y al mundo lo inútil que me sentía al no poder realizar diferentes acciones sin ayuda, mi madre me rodeaba con sus brazos para ver si así mi llanto se transformaba en un gracias mudo expresado por mi gesto. Muchas veces lo lograba, cuando no, le contaba que vivía al 50%, sin ser consciente de todas las magníficas vistas que presenciaría si pudiera, las sonrisas de las que me encantaría enamorarme y las nubes a las que me gustaría ponerles forma. Cuando al fin enmudecía, mi madre me secaba las mejillas con una servilleta aterciopelada, y después guardábamos silencio, ¿para qué interrumpirlo cuando es el único momento en el que podemos hallar paz?
Hubo una ocasión en la cual mi madre me dijo que le daba demasiada importancia a mi ceguera, que aunque no lo creyese “lo esencial es invisible a los ojos”, como el amor, la amistad... Y que había cegueras mucho más perjudiciales para la humanidad, como “la ceguera espiritual", que lamentándolo mucho la padecían más personas de los que ella misma conocía.
Veinte años más tarde sigo recordando ese comentario como si me lo hubiera hecho hace diez minutos. Al igual que también rememoro aquella tarde de verano en la que la escuché llorar, mientras las baldosas se recubrían de su propia sangre. En ese preciso momento lo comprendí todo, comprendí el motivo por el cual siempre vestía blusas de largas mangas, tenía las piernas repletas de cortes y su cara estaba surcada por unas inmensas ojeras. Al ser consciente de lo que realmente le ocurría creí morir. Mi mamá también era invidente, pero no del mismo tipo que yo. Ella era uno de esos “invidentes de espíritu”. Hacía mucho tiempo que no se quería. Su “yo” estaba situado entre una gigante enredadera con multitud de hirientes espinas, que se balanceaban de forma amenazante en torno a su pertenencia más prescindible y apreciada, su bella alma. Esto es lo que sucede cuando has sido víctima del rechazo de toda tu familia, por concebir un bebé a temprana edad. Ellos le ordenaban que abortara, pero ella les plantó cara negándose en rotundo. Era su bebé, suyo y de su papá. Como consecuencia de haber tomado su propia decisión, fue expulsada de su hogar con su vida recogida en una maleta e infinidad de lágrimas contenidas en su corazón.
Tras un año viviendo del escaso salario que su novio recibía por reparar coches, este decidió abandonarnos por su deseo de ver mundo, liberándose de este modo de la gran carga que suponía ser padre.
Después de escuchar su llanto, tocar la calidad sangre vertida sobre el suelo y curar sus múltiples cortes, la llevé hacia la cama a ver si de esta forma el sueño la envolvía.
Limpié el cuarto de baño en su totalidad y retiré todos los objetos con los que podría infringirse algún tipo de daño.
Uno de los pocos puntos positivos de mi ceguera, además de querer a la gente por su personalidad y no por su aspecto físico, es el poder orientarme con gran facilidad. Ya que al ausenciarse uno de los sentidos, todos los restantes se agudizan.
Mi mamá estuvo con tratamientos durante los cinco meses siguientes. Con el transcurso del tiempo iba mejorando paulatinamente. Cuando ella reía, sentía que yo era la persona más afortunada del mundo. Aquellas tristezas de hace tiempo ya no tenían lugar en mi vida. Los pájaros de la calle, con su canto, añadían más alegría al hogar. Sin embargo, en ocasiones sentía temor, ya que estas carcajadas, al igual que las de hace años lo eran, podían ser fingidas para que no me preocupara por ella.
El 25 de noviembre de ese mismo año, me atropelló un camión a las 4 de la madrugada. En ese instante me disponía a despropiarme de los residuos generados el día anterior. Mientras cruzaba por el paso de cebras un Mercedes dando tumbos me aplacó. Mi vida se desmoronó.
Durante un largo mes estuve en estado crítico. Mi madre no separó su mano de la mía en este largo periodo. Me aseguraba que todo saldría bien, que venceríamos la situación como siempre hacíamos. Yo no podía parar de llorar y pensar en lo felices que éramos antes de lo acontecido, en como nuestros demonios se habían evaporado y materializado nuevamente en cuestión de días.
Los días grises hasta el 10 de diciembre se tornaron negros por mi repentino coma.
Os hablaría respecto al periodo que perduré encamada, víctima del mismo. Pero de este apenas conservo dato alguno.
Sólo en circunstancias como estas somos conscientes de lo poco que hemos vivido en realidad y de la fugacidad de la vida. De lo complejo que resulta el hecho de que nos indignemos por los acelerones que propina nuestra existencia, las burdas disputas a las que nos enfrentamos constantemente, las traiciones que realizamos y que sufrimos, en lugar de gozar de experiencias tales como pasear al aire libre, amar, gritar al cielo tus temores, contemplar la felicidad en todo su esplendor. Ya que aunque muchas veces esté escondida y nos cueste localizarla, siempre hay una pizca de sonrisas sinceras, te quieros mudos y motivos por los que vivir.
El 10 de enero me desperté, abrí los ojos y grité, grité como nunca antes lo había hecho ¿Cómo no hacerlo? Llevaba toda mi historia en este mundo viendo sólo un color, y ahora eran muchos los que se presentaban ante mi. También pude observar ocho rosas posadas al lado izquierdo de mi rostro. Eran tan hermosas que mis ojos comenzaron a desprender lágrimas de la emoción.
Me levanté de la cama lo antes que pude, y comencé a correr como siempre quise y nunca me atreví por los posibles accidentes que podrían producirse. Miré todo cuanto mi vista me permitía. Cada uno de los rincones poseía algo especial y miles de historias que narrar.
Seguía sin creérmelo ¿Cómo había sucedido? ¿Se trataba de un milagro? Necesitaba buscar a mi madre y decírselo.
Le pregunté a una enfermera por ella, me respondió que en un par de horas vendría a visitarme. Una significativa sonrisa pobló mi tez.
Me dirigí al servicio para comprobar en un espejo si era tan bonita como decían.
Al observar mi reflejo quedé petrificada, no por mi belleza descubierta por mi recientemente, sino porque al ver mis ojos en el reflejó lo comprendí todo.
Me lo confesó mi corazón y las cristalinas lágrimas que resbalaban por mis mejillas.
Empecé a llorar tanto, que el blanco de mis ojos se coloreó de rojo, al igual que mi cara. Me acurruqué junto al inodoro y me susurré a mi misma entre sollozos:
“Mi mamá me regaló un marumito”.

lunes, 21 de marzo de 2016

Primavera.

Ya es primavera y tú floreces cual rosa deseosa de colorear la vida, arrebatándome la cordura y otorgando libertad a mis encadenados versos.